La memoria, la máscara, la música


Hace mucho tiempo sospecho que la poesía puede ser infinitas cosas –un vértigo, un recurso providencial contra la muerte o la nada, un alfabeto del origen, un erotismo, una teología, una investigación–, cualquier cosa menos un género de la literatura. Su levitación instantánea paradójicamente acompañada de una inenarrable gravedad, su milagro radical, su novedad mítica (si tal cosa es tolerable), el desorden rimbaudiano que ofrece generosamente a los sentidos, la anunciación que formula de una tierra prometida y negada, su denuncia de todo aquello que empobrece la aventura humana y su firme propósito de abrirnos al renacimiento, me licencian para creer que ella es algo más que un simple modo de escritura, un formalismo o un capítulo en la historia de nuestros regocijos y apetencias estéticas.
Por lo mismo, nunca que hablo de poesía siento que esté hablando de literatura. Debo confesar sin pudor que he utilizado a Shakespeare y a Novalis, a Whitman y a Huidobro, a Paul Eluard y Fernando Pessoa, a Seferis y Cernuda, para fines del todo lejanos a la cuestión estética y que me turba un poco la inserción del espíritu lírico en los vaivenes y caprichos de esa actividad inocua a la que llamamos cultura.
Esta visión heterodoxa del asunto poético describe perfectamente mi relación con la obra de Amparo Osorio. Esta, con el correr de los años se ha integrado de manera natural a mi cuaderno de viaje como las plegarias y rezos circulan en el torrente sanguíneo del visionario o del místico. ¿No es acaso cualquier obra definitiva inseparable de los avatares ,acciones y casi que de la respiración de sus más fieles lectores?¿ ¿No es siempre un autor amado un acicate y un testigo, un espía y una consciencia de nuestra peregrinación?  Lector de los poemas de Amparo hace décadas, ellos forman parte del arsenal guardado con celo para el cataclismo, o de esas pequeñas y sublimes venganzas que todos, secreta o explícitamente, anhelamos infringirle al universo. Son demasiados los episodios existenciales donde alguna de sus líneas, figuras y metáforas, desenrollaron el ovillo del absurdo o soliviantaron diestramente el avance del dolor.
Experiencia extrema, más cercana -¡insisto!- a la ontología que al divertimento literario o a la lírica ornamental, la eficaz proximidad de las visitaciones “osorianas”, nos llama a instaurar a un diálogo con aquellas fuerzas crispadas, sibilinas y omnipresentes: el silencio, la espera, la ausencia, el peso de lo invisible, la mutación de los sentimientos o las máscaras del deseo. Las pequeñas danzas capturadas aquí y allá en su mismísima esencia, nos hacen sus gloriosos receptáculos, delegándonos un arsenal de emociones que habitualmente permanecen maniatadas, exiladas e incluso dormidas.
Encuentro en esta poética a la que ya debemos varios volúmenes y algunos merodeos por el ensayo, el cuento, el periodismo y hasta la fatigosa novela, una muy sabia ubicación, un punto de mira privilegiado y terrible frente al turbión incesante del tiempo, leitmotiv universal de la poesía. Amparo Osorio se duplica en sus obras logrando, de manera sagaz, un magnífico testimonio sensible del enigma metafísico y su constante presentación en los ceremoniales y ritos cotidianos de apariencia inocua. Ella, en sus versos es al mismo tiempo, como lo pedía Baudelaire, la herida y el cuchillo, la víctima y el verdugo, la bofetada y la mejilla. Poema a poema nos deja rastros providenciales, guijarros y señas de arena en medio del inventario barroco del mundo.
 Si otros hacedores de la palabra denuncian el caudal turbulento, lo afrentan, lo combaten, blasfeman y exasperan frente a su corriente inaudita, y algunos sencillamente dejan rastros de huérfanos en las orillas visibles, Amparo lo observa con integra y lúcida serenidad y con una liviandad a la no sería inapropiado tildar de fantasmagórica. La pena, tan presente en su mundo verbal, purificada de inútiles excesos, se hace gemela de la consciencia, y entre las dos levantan un testimonio de abrumadora belleza. Como los poetas que prefiero yb elijo para doblar mi sombra, ella me parecen más que un escritor habilidoso o brillante: imprescindible compañera de un viaje demasiado corto y demasiado misterioso, sabia reclusa de un presidio infinito, una gran intérprete de aquellas cosas que nos hostigan, nos rebasan y abruman.
¿Estará de acuerdo la autora si le digo que en sus imágenes veo con frecuencia a las solitarias criaturas de Hoper y de Paul Delvaux, de Magritte y de Brassai? ¿Y que alguna cantinela del renacimiento y alguna suave sonata chopiniana me acompañan a leerla?

Caminaré de nuevo.
Levantaré las ruinas de mi casa
y las ruinas de mi corazón.
Me vestiré de alas y de soles
de presencias amadas.
Hallaré en otros labios
Aguas para mi sed
y en otros ojos
prolongaré caminos.
Yo signada de viento
Desafiando conjuros…
Ceñiré nuevamente mi relámpago.

Cuando deambulo por este universo personal, cosa que hago con tanta frecuencia como salir a pasear por las calles de mi ciudad, lo encuentro siempre igual y siempre nuevo, tradicional y novedoso, imperturbable y renovado e intuyo que aquí el tiempo ha sido burlado y que ahora entenderemos la tragedia de ser Animales y Dioses, poetas y mortales alternativamente. Y recuerdo una de las exasperadas frases de Johny Carter, el saxofonista que perseguía el tiempo en el cuento de Cortázar: “esto ya lo toqué mañana…”

Estos poemas ya los leí mañana: pequeñas ofrendas en la dentada boca del tiempo…